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INDICIOS
Cuando tendría unos trece años fue cuando me construí una casa. Siempre he vivido allí, aunque también antes de que se terminara de construir, y allí seguirá cuando ya sean doscientos o trescientos los años desde la fecha de construcción.
Cada vez que las cosas del mundo se ponen turbias, cada vez que en lugar de conversaciones hay gritos o se interponen los muebles, cuando se hace intratable el envío de cartas, si no hay manera de colocar cada sed en su vaso, o se vuelve imposible organizar los años, siempre me pongo allí donde a los trece bajaba las escaleras. De piedra, eran de piedra Minutos antes de que empezara la casa, y en los minutos antes de que empezara la casa, ya había indicios de lo que iba a pasar, y el grupo se dispersaba como para encontrar espacio; espacio quiere decir unos zapatos blancos, los calcetines, blancos también, una falda amarilla y la blusa del color del domingo, o sea: blanca. Ya había habido combinaciones del amarillo y el blanco con diferentes tonos e intensidad pero esa vez eran esos, inimitables y nuevos hasta el instante en el que aparecen ante una niña con trece años que se disponía a bajar. A la derecha, un inmenso reloj escondido en la tierra del que se puede oir su tic tac todas las noches que hay luna, subiéndote a una piedra grande y redonda cerca de allí, a la derecha de la tarde.
Nadie sabía qué hacía yo allí, y yo menos que nadie, las referencias eran: asfalto, sol sobre todas las cosas y una marca de aburrimiento imposible de rellenar, nada más que ocupando cada lugar, cada minuto con el reciente cuerpo jamás visto sino a través del gesto de derrochar el lenguaje poniéndolo entre los árboles; están allí tantas erres, las jotas, los adjetivos, y después más adelante, en la curva, los adverbios, no se pueden sacar de dónde nacieron; el mundo puede gritar o enturbiarse, pero esto es así.
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